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Carlos A. Loprete Ensayos Cortos

METAFÍSICA DE LA GASTRONOMÍA

METAFÍSICA DE LA GASTRONOMÍA

 

     Bien consideradas las cosas, hay que reconocer que las amas de casa antiguas han sido superadas en la actualidad por los chefs profesionales de la televisión. Nuestras sacrificadas esposas, con un hijo en su brazo derecho, otro en un andador por los suelos, el teléfono celular colgando del pecho, el timbre del departamento que suena, los ladridos del cachorro que advierte la presencia de un proveedor de leche, la pava que hierve en la hornalla, el grifo que gotea con malhumorada obstinación, la vecina que le pide en préstamo por la ventana una taza de azúcar, los estentóreos bocinazos que vienen de la calle y los gritos de los chicos que juegan a la pelota, apenas si pueden dedicar unos minutos para abrir la lata de atún, verter su contenido en un cuenco, abrir una segunda lata de arvejas y una tercera de pimientos morrones, endurecer el huevo en un jarrito de agua hirviendo, y buscar la botella de aceite de oliva. Un poco más y se convertiría en la reina de la cocina, si no fuera porque todo ese sacrificio culinario se reduce a abrir, destapar, verter, combinar, revolver, cortar, picar y rebanar, o sea , una reina de la gimnástica y no del arte de cocinar,  una reina sin corona.

     Cuando observamos por la pantalla de televisión las maravillas de un cocinero chino, japonés o francés, sentimos pena por los esfuerzos malogrados de nuestra cónyuge, y de paso, por nuestro paladar aburrido y nuestro estómago menospreciado.  No entro a discurrir sobre la insoportabilidad de su arte, pero si ella está a régimen para adelgazar y emplea alimentos macrobióticos, la tolerancia ha tocado su extremo máximo. Al amoroso marido no le queda otro recurso que irse a cenar al bar de la esquina y pedir un café con leche con un sandwich tostado de jamón y queso. Nuestra laboriosa cónyuge queda expuesta al divorcio sin darse cuenta, y todo por causa de su fidelidad al abrelatas.

     ¡Cuán diferente en cambio la posición de cocinero profesional! Y cuánto más si se le ocurre ser chino. Siéntese el lector algún día ante la pantalla de su televisor y preste atención al método de preparación de una exquisitez oriental. Sartenes, sartencitos, jarros, bols, platitos, cuatro hornallas encendidas, una refrigeradora, media docena de cuchillos y cuchillitos, tres repasadores, pinceles, cuerdas y piolines, aceiteras, vinagreras, ralladores, papel absorbente para desengrasar, frascos de sal, pimienta, nuez moscada y sésamo, brotes de soja, lonjas de pollo y cerdo, tocino, huevos duros, hojas y semillas vegetales, cerezas, frascos de harina de varios colores, en suma, un laboratorio científico en vez de una cocina. Total, que al fin de cuentas el plato concluido es un medallón de carne y cuatro cabezas de hongos, rociados con una salsa agridulce, coronados con una ramita de bambú o perejil. Y para que la locura sea completa, té caliente y ¡vino de rosas!       

     Me resisto a seguir con explicaciones culinarias y vuelvo a mi asunto principal. ¿Dónde está la metafísica? Fácil. En la meditación que le provocan las recetas. Los citados ingredientes, combinados en inconcebibles maneras, le sugerirán ineludiblemente algunas reflexiones filosóficas, de las que le anticipo algunas. ¿Comer con palillos de madera porque los cuchillos y tenedores metálicos evocan las espadas asesinas? ¿Reducir a lonjitas las carnes dado que los animales son grasosos y las harinas y pastas no? ¿Servirse en platitos individuales para evitar que la saliva de uno se contagie con la de otro? ¿Cocer al vapor para que el arroz no se empape de agua y se hinche? ¿Revolver los platos arrojando al aire los contenidos sin usar cucharones para no lastimar los ingredientes? En las páginas de Confucio he logrado encontrar algunos atisbos sobre las comidas, aunque nada filosóficos. El hombre sabio “no come granos, pescado o carne echados a perder”, “ni  tampoco aquellas cosas cuyo color u olor no es el correcto”, “ni lo que ha sido cortado fuera de tiempo”, “ni más cantidad de carne que de cereales”,  “ni nada sin su propia salsa”, “no restringe la cantidad de vino pero no le permite embriagarlo”, “no habla cuando tiene comida en la boca”, “ni ingiere carne después de tres días de cocinada.” (Escritos, XII, 6).

     En la ilustrada literatura francesa, no me fue mejor que en la china. Jean-Anthelme Brillat-Savarin (1755-1826), el máximo exponente  en meditaciones trascendentes de  gastronomía , con un paso más habría entrado en el reino de Platón y de Aristóteles. Pero como era un gordo, perezoso, aburrido y comilón, que se dormía inexorablemente después de las francachelas, no pudo hacerlo. Se quedó en una  Fisiología del gusto (1825), que publicó meses antes de su muerte. Aunque bien mirada su biografía, tampoco habría podido escribirla por sus excentricidades vitales. Jurista de profesión, defendió la pena de muerte durante la Revolución Francesa, viajó por Suiza, Holanda y los Estados Unidos, donde fue profesor de francés y violinista para no pasar hambre. Sabía mucho de patatas, arroz, berenjenas, gambas, vegetales y carnes. Nadie cocina hay en día sus platos, pero algunos diccionarios han recogido de su libro algunos pensamientos cuasi filosóficos. Cito únicamente tres: “Un postre sin queso es como una bella dama a la que le falta un ojo”, “El descubrimiento de un nuevo plato hace más por la felicidad de la humanidad que el descubrimiento de una nueva estrella”, y el conocido “Dime qué comes y te diré quien eres.”

     Visto que la gastronomía no ha encontrado aún su filósofo, me siento autorizado

para proponer algunos de los asuntos que deberían resolverse, a saber: ¿los ángeles comen , y en caso afirmativo, qué platos?  ¿es necesario para el hombre comer sentado?

¿es justo beber sin tener sed? ¿si yo tengo hambre y mi prójimo también, me obliga alguna religión a cederle mi bocado?

     Pero me tengo reservado un axioma diferente al de Descartes “Tengo hambre, luego existo.”

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