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Carlos A. Loprete Ensayos Cortos

LOS DOS BORGISTAS

LOS DOS BORGISTAS

         Allá a lo lejos y no hace mucho tiempo, en un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme, compartían una hora de sus ociosas existencias dos individuos adictos a Jorge Luis Borges. Ambos coincidían en que la vida y la obra de Borges se había constituido en una especie de gallina de los huevos de oro en países de habla hispana y había llegado la oportunidad de infiltrarse en el círculo del borgismo. El fenómeno  de la infiltración cultural en la fama ajena había ocurrido en todos los tiempos, por aquello de que quien a buen árbol se arrima, buena sombra lo cobija. Voltaire y el

volterianismo, Cervantes y el cervantismo, Bécquer y el becquerianismo, Sarmiento y el sarmientismo, y ahora Borges y el borgismo, son contundentes pruebas demostrativas.                   

      Si el maestro argentino -en mi opinión uno de los pocos argentinos sospechoso de genialidad- estuviese en vida, probablemente se mofaría de sus aprovechados admiradores como antes se había burlado de don Ricardo Rojas, diciendo que su Historia de la literatura argentina en ocho volúmenes era más extensa que los pocos libros que los escritores del país habían escrito.

     Pero como donde hay dos personas hay por lo menos dos opiniones, entre nuestros dos borgianos se suscitó pronto la infaltable disidencia. El primero, un bibliotecario medio cegatón, de pelo blanco enmarañado, anteojos gruesos y voz agonizante, sostenía que para ser un borgiano cabal y llegar a la médula del pensamiento del maestro, era necesario haberse quemado las pestañas varios años y dominar al menos dos idiomas.

     El segundo, un trapecista iniciado en espectáculos al aire libre y transformado por evolución en entrevistador de televisión, afirmaba que para ser borgista e involucrarse en la fama del exitoso escritor, era preferible indagar en su vida privada, averiguando entre sus allegados, por ejemplo, si el poeta y narrador agregaba canela en polvo al arroz con leche en sus desayunos.    

     El bibliotecario había asistido ya a un congreso en Copenhague sobre el empleo de la etimología en la adjetivación borgeana, a otro en Stuggart sobre el uso de la coma en las frases largas practicado por el maestro, a un tercero en Salamanca sobre el malestar que causan en la prosa los adverbios de modo, y a un cuarto, en Cartagena de las Indias,  que mereció el elogio unánime de los asistentes, sobre la distancia promedio entre el cuerpo de la i y su punto superior en los manuscritos del argentino.   

     El trapecista, en cambio, no había asistido a ninguna universidad, congreso, simposio, conferencia ni curso, puesto que su masa encefálica no pesaba el mínimo requerido, mientras que sus fuentes culturales habían aumentado notoriamente en los últimos años con el agregado del portero del edificio donde vivía Borges, el vendedor de diarios de la esquina, el cerrajero vecino y el proveedor de leche que subía las botellas a su departamento. Uno de esos informantes le había hecho saber que le gustaba oír tangos y milongas aunque le desagradaba la música y se aburría en los conciertos; que la pintura tampoco le interesaba aunque fraternizaba con cierto pintor de Palermo, y principalmente que tenía un extraordinario sentido del humor hasta el grado de reírse de sí mismo. El trapecista tuvo la astucia de encontrar en esa área de la intimidad una justificación de su borgismo, y comenzó a hablar en lo sucesivo de "Georgie" y no de Jorge Luis, como si fuera su confidente íntimo, y de atribuirle intimidades inventadas, en su afán de convertirse en el titular exclusivo del anecdotario privado.

      - Todos sabemos que tenía una memoria excepcional. ¿Conoce usted algún episodio al respecto? -preguntó el bibliotecario.

     - ¿Uno sólo? Tengo varios. Un día, por ejemplo, recitó un canto de la Ilíada en guaraní.

      - Disculpe, mi amigo, me consta que Borges sabía varios lenguas, pero ninguna aborigen.

     - Así es en efecto, pero las aprendía de un día para otro mientras dormía, según tengo averiguado por boca de su lechero.  

     - Ah...Eso no lo sabía.

     - Y no sólo eso. Sus poemas se los dictaba un doble que le aparecía en sueños. Lo que me queda por investigar es si a su muerte se murió también el duplicado. El cuidador de la Plaza San Martín, donde dormía a menudo Georgie de día, me asegura que muchas veces lo sintió conversar dormido y escribir con los ojos cerrados. El día que descubra ese misterio, será el más feliz de mi vida.

     - ¿Y sabe usted algo de su infancia? En una biografía que tengo leída se dice que tenía una institutriz inglesa que le enseñó a amar a los tigres con dientes feroces y rayas negras.

     - Hasta ahí no he llegado todavía. De lo que sí estoy seguro es de que sabía de memoria los nombres de todas las bestias antediluvianas y les hablaba en un inglés que los animales entendían. En el próximo Congreso Universal de Borgistas hablaré de ese asunto, y si no me alcanza el tiempo, me referiré a sus experimentos científicos.

     - ¿Experimentos científicos? Es la primera vez que oigo decir algo así. Borges fue muchas cosas, menos hombre de ciencia.

     - Ahí esta la novedad. Tenga presente que en un momento el gobierno lo separó de su cargo municipal de auxiliar de una biblioteca  y lo nombró inspector de pollos, gallinas y conejos en la ferias. En ese tiempo puede haberse iniciado su interés por las ciencias.

      El Congreso se inauguró el lunes 3 de abril de 1963, un día mojado por las lloviznas adelantadas. El borgista bibliotecario presentó una ponencia sobre Algunos aspectos ontogénicos innatos de la supresión de la letra d final en el  argentinismo ciudá y su simetría con fatalidad, mientras que el trapecista aportó su tesis bajo el título de Borges y el agua que no cae según el testimonio de un portero.

     La tesis obvia del bibliotecario no requiere explicación. La del trapecista sí. El portero aseguraba que en horas de la madrugada y durante cuarenta días, vio al maestro descender por las escaleras con una palangana en las manos y volver cariacontecido a su departamento. El día cuarenta, último de la experiencia, se animó a preguntarle el sentido de la repetida operación, y el escritor se lo explicó: si el espacio es infinito y una flecha no lo atraviesa, como sostenía Zenón de Elea en la antigüedad, el agua que había arrojado desde la ventana a la calle, tendría que estar quieta en el espacio, y por tal razón salía a la calle para recogerla. Pero cada vez que salía a buscarla y ponerla de nuevo en la palangana, la encontraba desparramada por el suelo.

     La ponencia del trapecista fue aprobada por unanimidad. El trofeo consistió en un cuadro con una fotografía en el anverso mirando a la derecha y otra en el reverso mirando a la izquierda.    

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