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Carlos A. Loprete Ensayos Cortos

REQUISITOS PARA LA ESTUPIDEZ

REQUISITOS PARA LA ESTUPIDEZ

 

     Aunque sea doloroso decirlo, no se puede dejar de reconocer que en este mundo existen los estúpidos. Se los puede llamar en general estúpidos, pero es una palabra tan 

grosera, que se prefiere recurrir a otros sinónimos, como tonto, bobo, lelo, torpe, rudo, estólido, necio, idiota, tardo, imbécil, estulto, retardado, sandio, sin contar los muchísimos vulgarismos que se les aplican en cada país. Excluyo de este artículo con premeditación a los enfermos mentales, porque en mis escritos no me permito ninguna  maldad ni impiedad.   

     El común de la gente reconoce en el estúpido los siguientes rasgos:

     l. Cree que está en este mundo simplemente porque está, sin tener que preocuparse por saber quién lo ha fabricado.

    2. Ya que está aquí, tiene que pasarlo lo mejor posible, gozar de buena salud, disfrutar las noches serenas, comer y beber los manjares y bebidas más exquisitos, dormir los sueños más felices, asociarse a una compañera bella, bondadosa y laboriosa,

tener hijos sanos, bonitos e inteligentes, disfrutar de una fortuna oculta, indemne a la voracidad impositiva de los gobernantes, y como no es inmortal, vivir la mayor cantidad de años posible.

   3. Acatar e imitar las modas del momento, saltar, cantar, gritar, disfrazarse de algo, realizar extravagancias, tratar de ser el primero en su actividad, mentir a los cuatro vientos para no que caer cautivo de sus rivales, tener su capital en monedas de oro enterradas, no regirse por ningún principio, en suma, hacer lo que quiera.

   4. Todo estúpido es diferente de uno. Estúpidos son los demás. Saben o no saben que son, pero lo son. Se los encuentra en la calle, en los congresos, en la política, en el arte, en todo lugar por donde transiten seres humanos. Alguien ha dicho que hasta los dioses luchan contra ellos, pero no han podido vencerlos. Otros han sostenido que la bondad de los dioses los ha hecho estúpidos en vez de hacerlos locos.    

     5. Hay diferentes grados de estupidez. Estúpido es tanto quien cree que los astrónomos mayas tienen razón cuando profetizan que el mundo se acabará en diciembre de 2012, como quien cree que los políticos se preocupan por la pobreza de los demás y descuidan la propia; estúpido es quien cree que la ciencia llegará a develar todos los misterios de la creación, como quien piensa que la industria inventa sus productos para favorecer a los indigentes. El estúpido mayor es el que cree que él no lo es. Seguramente yo debo de ser un estúpido más, -aunque permítaseme la inmodestia- no de los mayores. Lo sería, con seguridad, si creyera que este artículo que estoy escribiendo va a ser aplaudido y festejado por los demás.

DE BOCA EN BOCA

DE BOCA EN BOCA

     El Presidente llamó a su despacho al Jefe de Gabinete y le comunicó que debido a que el servicio meteorológico había anunciado un huracán de doscientos cincuenta kilómetros por hora para el día siguiente, informara a los gobernadores e intendentes que para evitar la muerte de algún concurrente se suspendía la asamblea del partido para una próxima ocasión.

     El Jefe de Gabinete indicó al Ministro del Interior que debido a que el servicio meteorológico había anticipado la muerte de algún concurrente a la próxima asamblea del partido, comunicara la suspensión del acto para una nueva ocasión dentro de los próximos doscientos cincuenta días.

     El Ministro del Interior indicó el Director de Provincias que como el servicio meteorológico había anticipado el riesgo de muerte de algún delegado a la asamblea del partido por el próximo huracán dentro de los doscientos cincuenta kilómetros, ordenara que ningún ni gobernador ni intendente se moviera de su jurisdicción hasta una próxima ocasión.

     El Gobernador de Córdoba ordenó al Secretario de Municipios que como dentro de los doscientos cincuenta kilómetros moriría algún intendente, según el servicio meteorológico nacional, nadie se moviera de su lugar hasta una próxima ocasión.

    El Intendente de Malacate informó a los delegados a la convención del partido que como el Presidente moriría según el servicio meteorológico al día siguiente con el huracán, los delegados se trasladaran de inmediato a la Capital Federal  a una velocidad de doscientos cincuenta kilómetros por hora.

     El Presidente, enterado de los hechos, ordenó al servicio meteorológico nacional que suspendiera el huracán para una nueva ocasión dentro de los próximos doscientos cincuenta kilómetros.

TESTAMENTO DE UN SUICIDA

TESTAMENTO DE UN SUICIDA

    

       Mientras tomaba el desayuno por la mañana, sentí unos pasos frente a la puerta de mi departamento. Fui a la entrada para averiguar el origen de los ruidos y encontré en  el piso un sobre con una carta adentro. La leí y con sorpresa comprobé que se trataba de la carta de un suicida desconocido parapetado detrás del anonimato. Según la firma al pie se llamaría “Estúpido a Tiempo Completo”, nombre suficientemente sugestivo como para no postergar la lectura. La transcribo sin modificar ni una coma en beneficio de la verdad, no sea que me esté espiando desde la eternidad y me contagie la idea de descarnarme en fantasma.

    

          “Al señor juez  de turno:

    

         En primer lugar confieso que he decidido por mi propia voluntad, sin involucrar a persona alguna, mi retiro de esta vida. Tomo esta decisión en pleno uso de mis facultades mentales, desilusionado del mundo que me ha tocado vivir. Si alguien piensa que el contenido de estas líneas tiene una enseñanza útil para otro individuo, puede utilizarlo sin titubear porque no pienso reclamar derechos de autor.

    

        En vida fui vago y haragán, descreído de todo y de todos, resuelto a superar por mi propio esfuerzo los obstáculos de vivir. Cuando me preguntaban cómo estaba, respondía “como me dejan”, porque había llegado a la conclusión que siempre había por encima de mí gobernantes y autoridades que fijaban los límites de mi actividad. Pero podían impedirme cualquier cosa, no mi muerte. Entre ellos y yo no mediaba más que un disparo de pistola. Tengo plena conciencia de que nadie llorará por mí y eso no me espanta, porque a ellos tampoco los llorará nadie, y si alguien simula hacerlo, sus lágrimas serán lágrimas de cocodrilo.

    

        Me enrolé en un círculo de la Nueva Espiritualidad, engañado por un rubiecito de ojos azules que hablaba muy bien el inglés. Me convenció de que los sermones y doctrinas de curas y pastores son un engaño y que cuando tuviera una duda sobre mi porvenir consultara a los astrólogos, a los cristales y los péndulos, a las cartas del tarot marsellés  o a una médium del espiritismo, nombre que se ha modernizado en el de “canalización.” Ahora me doy cuenta de que había estado engañado. Intenté una inversión en dólares cuando me lo indicaron y perdí el dinero. Probé encontrar una compañera para el resto de mi vida y me resultó una adúltera cualquiera. Concurrí a un curso de relajación inspiracional mediante el uso de harpas, flautas y masajes cuando estuve angustiado y salí como entré. Los gurúes se justificaron diciendo que el estado de espiritualidad  profunda se logra después de cuatro años y yo no había cumplido el tiempo requerido. Tampoco me sirvieron la iridiología, la terapéutica del toque, las flores de Bach ni otros métodos naturalísticos para curarme la culebrilla que me apareció en el abdomen. La cifra que me aconsejaron los numerólogos para ganar a la lotería no salió premiada nunca. 

   

         Todas las malas suertes parecían haberse conjurado contra mí. La prometida “conexión espiritual” entre uno y la conciencia del planeta no entró jamás en mí. Cada día me sentía más abandonado. Probé entonces encontrar una explicación a mis desgracias en la teoría de las razas atraído por la posibilidad de que estas cosas me sucedieran a mí por ser latino, y casi me convenzo de que efectivamente estamos condenados a ser inferiores. Me salvó un  vecino bajito, calvo y gangoso, con unos anteojos gruesos como un  vidrio antibalas, quien entre sonrisas irónicas me hizo comprender que era una teoría inventada por los poderosos para que aceptáramos con resignación su dominio.

    

         Desengañado, hice una prueba final, arreglármelas solo y atenerme a las consecuencias sin contar con los demás. No hay una verdad –pensé-, cada cual tiene la suya. Me volví supersticioso y fue peor. Me rompí una pierna al bajarme de la cama con el pie izquierdo, una escalera me cayó sobre la columna al pasar debajo de ella, al arrojar sal por encima de los hombros enfurecí a mi perro compañero de años que huyó de casa y no volvió más, una vez que fui al santuario del Gauchito Cruz a llevarle una ofrenda me asaltaron unos ladrones y me quitaron hasta la ropa, y otra,  al romperse el espejo mientras me peinaba, me espantó la idea de que mi muerte estaba próxima.

   

       Nunca más pude librarme de este miedo, y por eso he tomado la determinación de eliminarme. Muero sin odiar a nadie y perdono a quienes me han hecho daño.”

   

       Hasta aquí el texto del suicida. Me pregunto: ¿era eso suficiente para suicidarse? A casi todos nos pasa lo mismo. A mí también y aquí me tiene escriendo.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               

LAS DOS FRUTAS DE LA DISCORDIA:

LAS DOS FRUTAS DE LA DISCORDIA:

                    LA MANZANA Y LA BANANA

 

          Hasta este nuevo siglo, dos son las frutas que han dividido a la humanidad.  La primera, la manzana de origen bíblico, con la cual Lucifer o Satanás engañó a Eva y la sedujo a desobedecer al Creador y probar el fruto prohibido para conocer así la sabiduría divina.

Con una manzana oro que puso en el suelo la diosa de la Discordia en una reunión de todos los dioses indicando que debería pertenecer a la más bella de las tres diosas, Atenea, Hera y Afrodita, se recurrió a Paris, quien otorgó la manzana a Afrodita. Este juicio se mantuvo vigente por mucho tiempo y se lo recuerda como "el juicio de Paris." El caso es que la manzana ha sido en la historia la fruta de la primera gran disputa frutal.

     La banana, por su lado, es la fruta de la segunda gran disputa. El lector ha de saber, antes de comenzar la lectura, que la palabra "banana" es un vocablo oriundo de América, o sea que es un americanismo usado en varios países de este hemisferio en reemplazo de "plátano", que es el vocablo registrado por la Real Academia Española.                            

Sobre él se ha formado la expresión "república bananera", tan llevada y traída en el lenguaje político de nuestros tiempos.

     La banana hace su aparición en la civilización con una compañía comercial llamada United Fruit Company, surgida en América Central en 1899 y disuelta en 1970. Los centroamericanos de los países donde operaba la llamaban La Frutera, El Pulpo o,  dicho en forma sarcástica y dialectal, Mamita Yunai. A diferencia de la manzana, motivo de discordia entre dioses, la banana fue motivo de discordia entre hombres.

       No dispongo de espacio ni de tiempo para describir en detalle las técnicas operativas de esta compañía, modelo de "bananería", razón por la cual me limitaré a una síntesis sucinta. La tan discutida United Fruit Company fue creada por el empresario Minor C.Keith, estadounidense, casado con la hija de un determinado presidente centroamericano. Tanta fue su influencia y poder en la región, que el público lo llamaba "The Uncrowded King of  Central América" (El rey no coronado de Centro América). Entre sus hazañas la historia enumera las siguientes: sobornaba a líderes locales; compraba en los países tierras vecinas a sus establecimientos y las mantenía sin cultivar con  el pretexto de las sequías y huracanes, para evitar el establecimiento de empresas competidoras y la baja de los precios por superproducción); sobornaba a los gobernantes para pagar impuestos bajos; sin contar con la lucha sangrienta contra los campesinos rebeldes. Su actividad industrial y comercial se especializó en las bananas, y marginalmente, en las piñas (ananás).Al cerrarse la United  Fruit Company, míster Keith fundó una nueva compañía que perdura hasta nuestros días y que el público puede reconocer en las bananas identificadas con una estampilla pegada en la cáscara con la marca  ***.

     La bibliografía sobre la citada empresa registra cientos de artículos y volúmenes que el lector curioso puede encontrar si se lo propone, unos a favor, otros en contra de la empresa.

     No pretendo incursionar en recomendaciones sobre si comprar o no comprar bananas con esa estampillada pegada en su cubierta, porque no tengo antecedentes para presentarme como asesor comercial, económico y político. No obstante esta carencia, me atrevo a razonar que en la controversia entre la manzana y la banana, los antiguos  estaban en mejor situación, porque el problema era una disputa entre dioses, en cambio en la controversia sobre la banana la discordia ocurre entre nosotros los humanos.         

     Míster Keith  vivió en este mundo desde 1948 hasta 1929, pero su bananerismo ha sobrevivido hasta nuestros días. Un rumor sin confirmar en su época, sostenía que en su vida privada no comía bananas puesto que  prefería las manzanas. Dejo así aclarado el tema de las "repúblicas bananeras", aunque con una duda capital: ¿debe o no comer bananas un opositor a este sistema político?

MATAR UNA PLANTA

MATAR UNA PLANTA

     Si alguien corta o arranca la raíz de una planta antes de que asome a la superficie, no hay duda de que ha matado la planta futura. No diremos que el autor de este acto es un asesino de plantas, porque las plantas no se pueden asesinar. ¿Pero qué pasa si lo que se corta o se arranca  es un feto humano?

     Toda cosa cuyo crecimiento o desarrollo es interrumpido se denomina en español un“aborto” (ab- ortus, antes del nacimiento, de la natividad , del principio). Por eso se dice en español que una revolución, por ejemplo, ha abortado cuando no ha llegado a producirse. Cuando una persona ejecuta esta acción sobre un feto humano, comete en realidad un aborticidium (aborticidio), esto es, ha matado un aborto quitándole la oportunidad de nacer.

     Curiosamente la lengua latina es más precisa que la española en este caso. En latín una cosa es un “aborto” ( algo nacido antes de tiempo) y otra diferente un “aborticidio”, es decir, matar a ese aborto. Si alguien arranca el feto del vientre materno ha generado un aborto, pero si además mata a ese aborto, ha cometido un aborticidio.  

     Los facultativos de la medicina están divididos en abortistas y en antiabortistas. Los abortistas sostienen que provocar el aborto intencionadamente es permisible hasta los 14 días desde la fecundación, porque hasta entonces no está desarrollado el sistema nervioso en el embrión. Este argumento es como decir que si alguien arranca una raicita de menos de 14 días, no ha matado la planta porque hasta entonces es únicamente una raicita y no una planta desarrollada. O decir que si se aplasta un huevo de pájaro no se ha matado una paloma sino un huevo de paloma. Por supuesto, se ha destrozado un huevo, ¿pero se ha matado o no la paloma que venía adentro?

     En consecuencia, quien diga que un embrión no es una persona está afirmando algo contrario a la biología. ¿Si mata la raíz, no mata la planta?  ¿Si mata un embrión no mata una persona?

       

EL ESCUDO CONTRA NIETZSCHE

EL ESCUDO CONTRA NIETZSCHE

 

     Le toca el turno ahora al filósofo alemán  Federico Nietzsche  del siglo XIX. Si me pidieran un resumen de su vida y obra, lo escribiría de la siguiente manera:

     “Filósofo alemán (1844-1900) profusamente leído en su tiempo por sus ideas racistas, su enemistad personal con Dios y la creación de un superhombre en la tierra que acabe de una vez por todas con los débiles, los timoratos y los enfermos. Se duda si fue loco de nacimiento, pero al menos consta que murió siéndolo. Si se escribiera una historia de los filósofos más dañinos de Occidente, su nombre estaría entre los diez primeros.

     Acompasó sus ideas con una vida atormentada, exaltada y  enferma, tal vez  como consecuencia de una enfermedad inconfesable, no hereditaria., y que por respeto a su memoria me resisto a precisar. Hacia 1889 le sobrevino un ataque cerebral que lo dejó mudo y casi privado de toda acción salvo la redacción de unas pocas páginas, y que el diagnóstico de los médicos que lo atendieron identificó como “reblandecimiento cerebral.” Al morir dejó escrito un volumen, El Anticristo: maldición al cristianismo, que su hermana Elisabeth, casada con un notorio antisemita, falsificó suprimiendo párrafos y adulterando su contenido, al punto que el régimen nazi de Hitler lo aprovechó en su beneficio. Fue hijo y nieto de pastores protestantes y arremetió contra el cristianismo con una pertinacia inexplicable que va más allá de una cuestión de creencias. En sucesivas etapas de su existencia estudió filología clásica, teología, ciencias positivas, y cuanta disciplina se le cruzaba por delante, de donde extraía desordenadamente sustancia para sus obras. En sus libros se reiteran muchas de las ideas centrales, consideradas por los críticos occidentales como básicas de una nueva filosofía de “inversión de los valores”.

 

     La Universidad de Basilea lo designó profesor extraordinario, la de Leipzig le otorgó el grado de doctor sin necesidad de dar examen, renunció a la ciudadanía alemana para convertirse en suizo, se enamoró pero su pasión no fue compartida, vivió acosado por la enfermedad, viajó continuamente de una ciudad a otra en busca de salud y debió jubilarse voluntariamente por su incapacidad para dictar clases.

     Su nombre es infaltable en cualquier historia de la filosofía, incluso en las más abreviadas, y su sentencia “Dios ha muerto” podría ser grabada como su divisa si se le diseñara un escudo de armas. Para la psiquiatría moderna Nietzsche sería un ejemplar típico de la perturbación mental llamada paranoia, en cuanto sus abundantes libros giran en torno a una idea obsesiva y recurrente (Dios) y sus implicancias incluidas.

     Sus obras principales fueron La gaya ciencia (1881-1882), Así hablaba Zaratrustra  (1883) y Más allá del bien y del mal (1886), en las que su mente se dispersa fragmentariamente en pensamientos por momentos lúcidos y por momentos triviales y fatigosos. En ellos aparecen fugaces destellos intelectuales, todavía no organizados en un sistema coherente, a través de los cuales el lector puede tomar conocimiento de sus ideas de la oposición entre un mundo apolíneo (racionalista, voluntarioso, de poder) y de un mundo dionisíaco (desorganizado, emocional);  de la debilidad del pensamiento griego al promulgar conceptos sobre lo bello, lo verdadero, lo bueno, lo moral, que han terminado por debilitar con metafísicas y religiones mitológicas.

     El ideario nietzscheano ha subyugado a lo largo de los años a jóvenes rebeldes y adultos ateos, que se han prendido a los libros del filósofo como a una tabla de salvación para justificar su lucha anticlerical. Renegar de Dios con el apoyo de tan divulgado filósofo, era otorgar al ateísmo un escudo cultural de ilustración y distinción.

     Por ejemplo, un individuo que se proclamara admirador filosófico de Nietzsche, tendría abiertas las puertas para afirmar “Yo estoy al margen de todo el mundo y no acepto condiciones de nadie. Quiero que la gente se someta también a mis fantasías y encuentre perfectamente natural que me entregue a tales o cuales esparcimientos.” (La gaya ciencia, 23).

     Con esto basta. Yo tampoco acepto condiciones de Nietzsche y no me someto a sus fantasías.

 

¿DÓNDE TERMINA EL BLANCO Y COMIENZA EL NEGRO?

¿DÓNDE TERMINA EL BLANCO Y COMIENZA EL NEGRO?

 

     Si alguien le mostrara a una persona una tira de papel uno de cuyos extremos fuera  blanco y en gradación progresiva fuera ennegreciéndose hasta culminar en el negro, nadie podría señalar una línea vertical que separara con precisión el lugar exacto en que lo blanco comienza a ser negro.  

     Esta misma incertidumbre se plantea en otros campos de la acción humana que implican una gradación progresiva. ¿en qué momento el amor comienza a ser odio? ¿en qué punto la verdad atenuada pasa a ser mentira? ¿en qué momento una figura hermosa comienza a ser fea?

     Hay quienes afirman que desde el comienzo hasta el fin lo blanco está mezclado con el negro y todo depende de la proporción relativa de ambos colores, vale decir, que únicamente al comienzo todo es blanco y únicamente al final lo negro es negro. Pero en ese supuesto, solamente los puntos primero y último son blanco y negro puros, y todos los demás grises.

      Pero el ser humano ni gana ni pierde mucho con no saber los límites entre los colores, y puede desentenderse del problema dejándoselo a los filósofos (que tampoco lo tienen resuelto y no pueden decirle en qué momento la sangre arterial roja pasa a ser venosa o azulada). Cuentan los glóbulos rojos y los glóbulos blancos bajo el microscopio y de acuerdo a un número convencional que la ciencia tiene establecido, le dicen a usted si está anémico o no. Se les puede creer sin mayor riesgo, porque con esa cifra aproximada alcanza para recetarle una transfusión.        

     Un razonamiento análogo puede hacerse acerca de lo bello y de lo feo, pero prefiero transferírselo a usted para que lo resuelva por su cuenta, aunque estoy seguro de que no lo logrará. ¿Podría decirme cuándo una poesía o una canción pasa de ser hermosa a ser fea? 

     Me limitaré únicamente al campo sentimental con el análisis siguiente. En un momento determinado usted se da cuenta de que la persona a quien amaba mucho ya no la ama como antes y pasa a odiarla. Esto suele ocurrir con un vecino, con un amigo y aun con una familiar o pariente. Pero no se inquiete, mi amigo, porque ni los sabios lo saben. La línea de corte o el número de partículas  es un conocimiento imposible para el ser humano. ¿Qué hago entonces? Se preguntará angustiado usted.

    Aunque yo no estoy habilitado para dármelas de sabio, podría no obstante decirle cómo me manejo yo en estos casos de duda, pero por favor le ruego que no lo tome como un consejo sino como la narración de un caso individual. Me atengo al sentido común, esto es, a lo que una gran parte de la humanidad hace: atenerme firmemente a lo que mi conciencia me dicta y eso es, repudiar la idea de todo mal y alejarme lo más posible.   

DEDICAR UN LIBRO

DEDICAR UN LIBRO

          Dedicar un libro es como hacer un obsequio, un homenaje a alguien, digamos, sea que el autor lo declare explícitamente o lo disimule bajo otro pretexto. Hasta aquí no hay nada que reprochar puesto que la voluntad de los hombres constituye el modo fundamental de la actividad espiritual, según lo pretende Schopenhauer, aunque yo no.

          Analizada a través de la historia, la dedicatoria parece haberse iniciado como un donativo a los dioses, una ofrenda para satisfacerlos y pedirles de paso un beneficio, como quien dice te ofrecemos la sangre de este niño y haznos el favor de enviarnos una lluvia o llévate el corazón de este enemigo que capturamos y haznos ganarle la guerra a los toltecas.  Con el andar de los años algunos pueblos cambiaron el objeto de regalo y les ofrendaron  jarrones de chicha, gavillas de cereales o humo de frutos quemados. El caso es que dedicar implicó subrepticiamente la intención de lograr algo de un poder superior.

        Tanta curiosidad me despertó el tema que en mis investigaciones me encontré con las dedicatorias literarias. Me llamaron la atención porque vine a descubrir que los escritores  parecen haber copiado esta tradición, y como pobres que son por lo común, más barato les resultaba mendigar el favor de su señor mediante unos párrafos escritos que entregándoles el ochenta por ciento de la cosecha como lo hacían los campesinos. Me obstiné en este estudio y encargué a cuatro de mis discípulos que me copiaran de cuanto libro pudieran las dedicatorias que encontraran y me las entregaran para su análisis.

       El primer caso que llegó a mis manos fue el archiconocido de Mecenas, antecesor de los protectores de escritores, quien aburrido en sus funciones de consejero del emperador romano Augusto, se retiró a su palacio de Aquilino a vivir de sus rentas y rodearse de un círculo de literatos a quienes mantenía a cambio de que le dedicaran sus poemas y le crearan la fama que no había podido obtener con su propio talento. Lo logró, pero claro está, porque en esa época Horacio, Virgilio, Propercio y demás eran pobres y no iban a desperdiciar la oportunidad. Lo deseché en mis estudios, para no desviarme de los protegidos a los protectores, aunque dicho sea de paso, los imitadores contemporáneos se denominan filántropos, son escasos, ostentan apellidos en inglés o alemán, mezquinan sus  millones y se especializan en enfermos, niños desnutridos y desocupados en vez de escribidores fachendosos.  Entre el abundante material provisto por mis ayudantes, encontré varias categorías que en principio me permitieron una clasificación provisional. En primer lugar, las dedicatorias a la madre, el hijo, el amigo entrañable, el protector sincero, que no merecen ningún reparo y por el contrario son merecedoras de nuestro mayor respeto. Sería injusto considerarlas injustificadas o fingidas.

     Una especie de la que no tengo recuerdo en esta categoría, pero que sin embargo me advierten como necesaria de verificar, sería la dedicatoria a uno mismo. Confieso no haber leído ninguna de éstas, aunque según marcha la vanidad confesional en estos tiempos, no me sorprendería toparme con algún ejemplo como éste: “A mí mismo, a falta de otro.”

     En segundo lugar están las dedicatorias sentimentales a la mujer preferida, que de por sí constituyen una candorosa ingenuidad infantil, imperdonable en un artista de la palabra, sobre todo si ha leído alguna página sobre el amor humano. No hay alhajas, flores ni bombones capaces de modificar el desinterés femenino por un pretendiente. El amor no se provoca en otra persona, surge espontáneamente en ella sin intervención nuestra. Nos quiere o no nos quiere y no hay nada más que hacer. Ni siquiera lo lograron los que se suicidaron como Werther para llamar su atención. ¿Quién habría de enamorarse de un cadáver? Esto sin considerar el inconveniente de que las mujeres leen poco y a lo mejor ni siquiera se enteran  de la dedicatoria. .

          Otra categoría aparte la constituyen las dedicatorias a los difuntos, los in memoriam, como se los sigue llamando en latín, el mejor idoma para comunicarse con los muertos. Obviamente morirse en latín es más dignificante que morirse en castellano, conforme puede constatarse en una recorrida por los cementerios, pero si el difunto no conocía esa lengua en vida dificulto que pueda darse por aludido ni siquiera desde el otro mundo. Pero como de los muertos no deben mencionarse sino las obras buenas, refiere la leyenda que Voltaire pergeñó una ejemplar: “Al gran patriota, el amigo fiel, el esposo abnegado y el padre ejemplar, suponiendo claro está que haya fallecido”. Los pueblos anglosajones, a pesar de hablar una lengua no románica, las han practicado con asiduidad, acaso para solemnizar más el recuerdo. Estas dedicatorias me resultan especialmente inexplicables y no terminan de convencerme. Realmente, dedicar un libro a un muerto es como dedicárselo a la luna. Sospecho que en el fondo se las dedican a sí mismos con el pretexto del difunto.

    Con cada nueva lectura me confirmo en mi creencia de que en mayor o menor grado las dedicatorias son una forma de mendicidad encubierta. Los antiguos contaban con destinatarios poderosos dispuestos a gastar parte de sus fortunas con tal de aparecer mencionados en una página impresa, facilidad de la que carecen los millonarios que se caracterizan por su desprecio de la literatura. Por esta razón los libros no se dedican prácticamente más. Felices fueron los clásicos latinos  y los autores de los siglos de oro de España y Francia con tener a su disposición reyes y nobles sensibles. No sucede esto en nuestras democracias contemporáneas, en que los nobles se están extinguiendo reemplazados por los millonarios, ocupados en sus francachelas y holgorios nocturnos. Al demonio con los escritores que nadie lee, son preferibles los titulares de la farándula, la guitarra y los bailes, que vociferan a cientos de miles de espectadores nuestros nombres en vez de escribirlos.

         Cervantes dedicó La Galatea  al Ilustrísimo Señor Ascanio Colona, “debajo de cuya fuerza y sitio yo me pongo ahora para hacer escudo a las murmuraciones, que ninguna cosa perdonan” y para quien rogaba que Nuestro Señor guarde  “con el acrecentamiento de dignidad y estado que sus servidores deseamos”. Francisco de Quevedo, con tener el talento que tuvo, dejó escrita una dedicatoria para un libro desconocido que probablemente escribiría después o estaba escribiendo: “Al Rey nuestro Señor: Como es obra de misericordia corregir al que yerra, obra es mi escrito que anda a la misericordia de vuestra majestad. Corrija siquiera el deseo de solicitar que se corrija, lo que impide el acierto de los sucesos”. ¿Quién conoce un rey con dominio literario suficiente como para corregir al gigante de las letras? Los reyes de nuestros años –los presidentes- no saben escribir libros y cuando necesitan uno apologético para ganar las elecciones, los mandan a redactar por un periodista o un profesor subvencionado por detrás.  

           Los franceses, tan escrupulosos y racionalistas en cuestiones académicas, no se quedaron a la zaga en cuestión de obsequiosidad. Molière, el genio de la comedia en lengua francesa no pudo eludir la muralla de la tradición y dedicó Las preciosas ridículas a la reina regente Ana de Austria, pidiéndole perdón  por “el largo tiempo que había esperado para rendirle esta clase de homenaje”. Ni se quedó atrás otro genio, el de la tragedia, Corneille, quien  dedicó su pieza Poliuto a la misma regenta, una “vida, un encadenamiento continuo de prosperidad”, y no sólo lo hizo en nombre suyo, “vuestro muy humilde, muy obediente y muy fiel servidor y súbdito”, sino en el de toda Francia. El tercer genio del teatro francés, Racine, dirigió su tragedia Británico al duque de Chevreuse, excusándose de no haberle pedido permiso antes y justificándose de su ingratitud de haber ocultado al mundo por tan largo tiempo las bondades con que siempre había honrado a “su más humilde y muy obediente servidor, Racine.”.

         Con toda probabilidad esta costumbre de honrar a un tercero desconocido con las alabanzas de una dedicatoria no tendrá fin en la historia, mientras haya un poderoso y un necesitado. Excepcionalmente no fue ése el caso de Antoine de Saint-Exupéry, que no necesitaba pan para comer y vivía de su oficio de aviador. Encontró una fórmula para no caer en la obsecuencia. Dedicó El Principito a un amigo mayor que tenía hambre y frío, vivía en Francia y tenía en su alma un niño, como todos los tenemos, aunque pocos lo recordemos. 

        Con  gran pesar he llegado a la conclusión de que a medida que el tiempo pasa las costumbres no mejoran. Por de pronto ya tenemos a nuestra disposición una novedad: las obras colectivas dedicadas a los más altos exponente del poder. The New Encyclopaedia Británica, escrita por más de 4.000 colaboradores dirigidos por un comité asesor de más de 200, aparece Dedicated by permission to The President of the United States of America and Her Majesty, Queen Elizabeth II. ¡Más de cuatro mil sabios para dos personas. ¡Vaya  homenaje! Tiemblo sólo en pensar tamaña dedicatoria, la mayor de las que conozco. Treinta volúmenes de unas mil doscientas páginas cada uno para celebrar a una reina y un presidente. 

      Mi  manía por la comparación me trae al recuerdo la dedicatoria que don Miguel de Cervantes hizo de su Quijote al Duque de Béjar. Como dedicatoria es desmesurada y excesiva, claramente un cumplido, cortés, urbano y ritual, aunque permítaseme, injusto, porque no hay mortal condigno de encabezar ese libro descomunal.

     Recuerda, entonces este consejo, o te pagan o no dedicas, con esta precaución: si quien te paga tiene poder para darte lo que deseas, también lo tiene para quitarte lo que tienes.