DE LA DOCTA IGNORANCIA
En la ciudad todos leían y escribían. Proliferaban los sabios, estudiosos y hombres de ciencia que forzaban sus mentes para comprender lo que siempre se había considerado incognoscible. Los más perspicaces se desvelaban en nocturnos ajetreos solitarios en sus domicilios y en las bibliotecas públicas tratado de esclarecer la verdad última de las cosas Uno se obstinaba con la laberíntica Metafísica de Aristóteles intentando interpretar aquello de que el mundo debió de haber tenido necesariamente un creador increado, porque si no fuera así, tendría a su vez que haber sido a su vez creado, y por lo tanto no podía ser Dios.
Otro luchaba con las páginas de Nietzsche tratando de explicarse su teoría del superhombre y su propuesta de eliminar de la faz de la tierra a los débiles y enfermos en procura de una raza superior. El de más aquí se desorientaba en el laberinto interminable de silogismos de Santo Tomás sin entender aquello de que en la resurrección del juicio final, los cuerpos estarán íntegros “porque resucitarán en la edad perfecta, sin ninguna pérdida en sus miembros y sin defecto ni corrupción alguna”.
El profesor de filosofía, agobiado por más veinte años invertidos en descifrar las razones de la injusticia en el mundo, sostenía que el mal no existe en el origen del mundo, y que el mal lo hace cada uno a su modo al no responder a la voz de su conciencia.
-¿Pero entonces los malvados tienen una conciencia insuficiente?
- No, la tienen igual que todos. Lo que les falla es la voluntad de hacer el bien.
- ¿Y por qué les falla?
- Algunos le echan la culpa al Diablo. Otros dicen que el Diablo no existe y que hacemos el mal porque así se vive mejor.
A su vera estaban quienes leían los artículos de las revistas y los diarios, escuchaban la radio y miraban la televisión. En las mesas de café y reuniones repudiaban la ignorancia de los siglos anteriores. En definitiva, no sabemos nada de nada y lo mismo se vive. Eso piensan casi todos.
- ¿Y quiénes son casi todos?
- Nosotros y los demás inteligentes.
Simplicio sorbía impasible el humo de su habano repantigado en una silla del bar y lo expulsaba ritualmente en volutas anilladas, las piernas estiradas hacia delante y el torso recostado en el respaldar. Quienes no lo conocieran, podrían haber pensado que se trataba de un sabio universitario. Pero no, era un sastre orgulloso de sus tijeras y sus agujas, sobre todo a partir del momento en que el gobernador le había encomendado el frac de lujo con solapas de raso brilloso. Mientras las volutas merodeaban por sobre su testa, se dispuso a dejar sentada su sabiduría ingénita:
- Y bien, ya que estamos raciocinando de rotundeces implicativamante científicas, me congratularía en conocer la opinión de usted, don Simplicio, sobre la magna creación del universo. ¿Qué hay donde termina el cielo? –intervino un interlocutor.
¡Vaya una pregunta puerperal, o de cajón como se dice vulgarmente!
Donde termina el mundo comienza la nada.
-¿Y dónde termina la nada, qué hay?
- Pues, pues...Otra nada.
- De modo que hay muchas nadas y no una sola. Entonces ¿qué hay donde termina la última nada? –inquirió con curiosidad su interlocutor.
Don Simplicio enmudeció un instante mientras buscaba en su mollera una respuesta docta. Cuando la encontró, la sabiduría ingénita estalló en su boca
- La nadísima, o sea la gran nada mayor.
Genial, genial. Eso es, la nadísima.
Nunca había escuchado eso –terció un camarero de entre el coro que se había formado en torno.
Don Simplicio consultó su reloj, dio muestras de apuro y pidió permiso para retirarse.
Hizo ademán de pagar introduciendo una mano en el bolsillo derecho, pero el camarero intervino nuevamente:
De ninguna manera, mi amigo, esta vez paga la casa.
Tanta inteligencia junta se merece nuestro incondicional apoyo. Sin hombres de su talla, qué sería de este país.
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