CARTA ABIERTA AL MUNDO
No me recrimine por anticipado el lector suponiendo que trato de escribir una carta válida para los 6.000 millones de personas que componen este mundo. Semejante intención le haría pensar que estoy inmerso en un desequilibrio mental, cosa que es errónea. Ésta es una carta abierta para aquellos de los 6.000 millones que deseen leerla y nada más, como una carta abierta a los argentinos estaría disponible para aquellos de los 40 millones de argentinos existentes en la actualidad que desearan leerla.
Algunas personas habrán intentado saber en algún momento cuántas verdades científicas son necesarias para vivir. Espero no defraudarlas si les digo que ninguna, como ha sucedido ya con los hombres prehistóricos. Vivir se vive siempre después de nacido, con razones o sin ellas, hasta el instante de morirse. Y no solamente eso, sino que todavía en nuestros tiempos caminan por este planeta individuos que beben el agua en el cuenco de sus manos, no conocen la cuchara y queman alimentos en la tierra para que sus dioses no se mueran de hambre. En tales condiciones, no conocen la escritura y mucho meros los diccionarios.
No ha pedido el Creador nuestro consentimiento para instalarnos en el planeta, o sea que estamos aquí por voluntad ajena. ¿Dónde estábamos, pues, antes? ¿Estábamos ya hechos a la espera del turno para venir o nos iban creando a medida que nos enviaban? ¿Por qué razón nacimos en un país y no en otro? Yo podría haber sido francés, indochino o de cualquier otra nacionalidad, pero resulta que soy de la que me eligieron.
Una vez en este planeta comenzamos a llorar cuando necesitábamos alimentarnos o cuando nos dolía alguna parte de cuerpo, sin tener conciencia de nada de esto. Un día nos dimos cuenta de que éramos una cosa distinta de las demás personas y objetos, iniciando así nuestra vida independiente. En la edad adulta, cuando rememoramos esos días infantiles, nos llama la atención las cosas que hacía ese niño que éramos y hasta lo vemos como un extraño a nosotros. Pero ese niño que fuimos es el mismo adulto que hoy somos, y lo sabemos sin necesidad de consultarlo a un psicólogo. Pensamos lo mal que estuvimos cuando le pegamos a nuestra compañerita o nos negamos a cantar en el aula de música. Hoy no lo haríamos. ¿Qué pasará entonces con esas travesuras que cometimos? ¿Tendremos que pagarlas alguna vez? Y en esa alternativa, ¿cómo la pagaríamos? ¿Con fuego, con azufre, con pinchazos de horquillas, en una olla de agua hirviente, enterrados con medio cuerpo como los árboles? Un religioso con olor a santidad sostiene que el Infierno existe y no está vacío.
Pero también podría ser que fuéramos premiados. ¿Con qué o en qué? ¿Con un jardín de flores, con una resurrección en este mundo, con una disolución en el dios mismo o nirvana? Un católico confiaría en que sería con un mundo jamás visto por ojo humano alguno: “Lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni se le antojó al corazón del hombre, eso preparó Dios para los que le aman” (San Pablo, en 1 Corintios 2, 9). Esta promesa parece ser más razonable, puesto que la inteligencia del ser humano de ninguna manera puede ser comparable a la de Dios.
A continuación viene el asunto del día y hora en que ocurrirá mi tránsito a ese mundo que no podemos imaginar. Tampoco puede saberlo ningún hombre, porque las predicciones, vaticinios y conjeturas no son creíbles. El futuro no puede conocerse precisamente porque no ha sucedido todavía. Y aun en el hipotético caso de que pudiera conocerse, ¿quiénes se animarían a querer conocerlo? ¿Cómo se podría vivir esperando ese momento? ¿Qué haríamos sabiendo que faltan dos días, o media hora o un segundo? Probablemente haríamos algo distinto de lo que estamos haciendo. ¿Cómo será nuestra muerte? ¿Me asesinarán, me caerá una teja en la cabeza, me envenenarán con una comida, me suicidaré de miedo?
Entramos ahora en el más controvertido tema de nuestra existencia: qué hacer entre uno y otro extremo de la vida terrestre. Puede resumirse en una nueva pregunta de la filosofía: ¿qué hago mientras tanto en ese mundo? Las propuestas que nos llegan desde afuera de nosotros son múltiples, pero creo que la más repetida de las respuestas sería “quiero ser feliz”, vale decir, no tener dolores, no tener hambre ni sed, estar contento con lo que se tiene y con lo que se hace, ser libre para optar por lo que deseo, no soportar tiranía política, disponer a mi gusto de mi tiempo, estar alegre, no presenciar actos crueles u horrorosos y así un sinfín de apetencias.
Para los antiguos filósofos griegos la felicidad era el fin último y supremo bien del hombre, lo que constituía su verdadero sentido de la vida. Se la llamaba eudaimonía, es decir, la felicidad, la prosperidad, la riqueza, la abundancia de bienes. El daímon era para los griegos un especie de fantasma, espíritu o genio que acompañaba al hombre. Todos los hombres tienden a la felicidad, pero no todos están de acuerdo en cuanto a decir qué es ni cómo puede lograrse. No hay una felicidad única como tampoco hay un amor solamente. Cada cual debe forjar la clase de felicidad personal que desea.
La felicidad puede consistir en el goce de un cuerpo sano, en la posesión de bienes materiales, en la acumulación de conocimientos, en extasiarse con experiencias religiosas, en llevar una vida virtuosa, en el ejercicio de la docencia, en poder dedicarse al arte o a una vocación y así en una inagotable serie de preferencias. Para el filósofo Kant la felicidad consiste en “estar contento con la propia existencia.” Hasta podría suceder paradójicamente que un hombre se sienta feliz en poder hacer el mal, como sucede con el enemigo maligno.
Todo esto en el mundo natural, porque si se trasciende de este mundo histórico a otro mundo sobrenatural se da entrada a otro concepto de la felicidad, consistente en la visión beatífica de Dios.
Todo, en definitiva, se reduce a llenar el tiempo que corre desde el nacimiento hasta la muerte. Es un derecho natural del ser humano decidir qué hacer en ese tiempo, vale decir, es un derecho suyo propio y no concedido como favor por otra persona. Puede hacer lo que le plazca, a condición de no dañar a nadie ni estorbarlo en el ejercicio de su derecho. ¿Le gusta jugar al ajedrez? Juéguelo sin pedir autorización, pero no arroje las piezas a la cabeza de su adversario. ¿Prefiere dedicarse a la cría de leones? Dedíquese, pero cerciórese de que no muerdan a su vecino.
Carlos A. Loprete: falleció el 04 de Diciembre del 2010