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Carlos A. Loprete Ensayos Cortos

PONERLO A MORIR

PONERLO A MORIR

    Los asesinos tienen dos dificultades en el ejercicio de su oficio. El primero es el de hacer desaparecer el cuerpo de la víctima, puesto que mientras no aparece un cadáver no hay crimen. El segundo es el de hacer desaparecer el arma empleada, que permite rastrear científicamente al culpable. Este último riesgo ha sido superado con el empleo de cuchillos y objetos punzantes, que no dejan rastro como los proyectiles de armas de fuego que la técnica balística permite conducir hasta el criminal.

     En su esencia, el ser humano se las ha ingeniado a través de la historia para matar sin  cometer un crimen, como cuando una ley del Estado lo ordena, y los verdugos son meros cumplidores de una orden y no los culpables. Así sucede con el recurso de la silla eléctrica, la cámara de gas, la horca, la guillotina o el fusilamiento, que continúan empleándose en nuestros tiempos. Los modernos, sin embargo, que hacemos las cosas mucho mejor que nuestros antecesores, las hemos perfeccionado con la publicidad y la presencia de testigos oculares, para que sirva de prueba para el resto de la comunidad y de escarmiento y advertencia para los propensos a la imitación.

     Tampoco ha de creerse que los modernos somos tan excelentes que todo lo hacemos mejor que nuestros antepasados. Lo que sucede es que con el avance de la tecnología el  asesinato puede seguir practicándose sin necesidad de matar directamente, mediante el recurso de no matar sino de “poner a morir” al enemigo.  Este propósito registra varios antecedentes en la historia humana. Yo, que anteayer me puse a llorar porque había pisado por inadvertencia la patita trasera izquierda de mi perrita, no estoy lógicamente habilitado para escribir sobre la pena de muerte, pero también creo que por haberla estudiado en códices, manuscritos, tablillas cuneiformes, papiros e inscripciones pétreas, algo de mi propia cosecha debería transmitirles a mis semejantes para disuadirlos de sus impulsos de limpiar el mundo.   

      Me explico. Me interesé por este tema con una salvedad: no inmiscuirme en el aspecto ético, filosófico o teológico de matar al prójimo, que tantos debates ha suscitado a través del tiempo. Para eso están los moralistas, los filósofos y los teólogos. Las opiniones de los juristas tampoco me han interesado, pues ellos se han preocupado más por la posibilidad de que el tribunal se equivoque y se ajusticie a un inocente sin reparación posible antes que por la muerte del reo en sí misma. Mucho menos he tenido en cuenta las especulaciones de los economistas que han llegado a la conclusión de que siendo inevitable el castigo de los criminales, los pueblos primitivos y las naciones pobres debieron buscar procedimientos expeditivos y económicos, como la lapidación o apedreamiento, la anegación en agua dentro de un saco cosido y cargado de piedras, el despeñamiento de los condenados desde una montaña, el desollamiento de la cabellera, el desmembramiento del reo por caballos atados a los brazos y piernas, y el colgamiento. Por terror funerario personal corto aquí la lista de métodos de ajusticiamiento inventados por los seres humanos para cobrarse las deudas de los criminales. De alguna manera, todos los citados incluyen la idea básica de matar.

     Pero dado que no sería justo ni equitativo omitir pueblo alguno por escrúpulos patrióticos, no puedo dejar de traer a la memoria a los argentinos del siglo XIX. En los fortines de fronteras amarraban en el suelo cara arriba los condenados, indios y criminales propios, transfiriendo así la responsabilidad de la ejecución a las hormigas, víboras, caranchos y demás depredadores. El recurso era efectivo y sin costo económico, pero tenía el inconveniente de ser demasiado ruidoso por la mezcla de chillidos, gritos de dolor, alaridos, graznidos de los buitres, rugidos de los pumas y ladridos de los perros carroneros.

     En esto de matar sin matar, los italianos aportaron su cuota con la invención de la ergástula, ahora suprimida. Tenía la ventaja de que la eliminación del condenado se efectuaba sin el pago de estipendios a verdugos y de que además escondía la visión horrorífica de la muerte. Encerrado en un calabozo tenebroso, no veía jamás a sus guardianes quienes le pasaban por una ventanilla únicamente pan y agua, no recibía visitas ni siquiera sacerdotales, no podía hablar, cantar ni proferir sonido alguno, y si quebrantaba alguna de estas reglas, se lo encerraba en una camisa de fuerza. El condenado perdía el sentido del tiempo y el suplicio culminaba en la pérdida de la razón y la muerte.                                                                              

     Mis lecturas me han permitido obtener algunas conclusiones que no me animo a precisar. Sólo diré que de ellas he inferido la frase “ponerlo a morir”, que consiste en no matar directamente al reo, sino ponerlo en situación de que se muera por su cuenta. Se ajusta convenientemente a la hipocresía humana.

     Comentando mi frase con el teólogo holandés Soren Geiger-Wulf, no se mostró sorprendido en modo alguno. Al no apreciar en su rostro ninguna señal de rechazo ni de aprobación, lo miré con ojos escrutadores y obtuve de él esta respuesta:   

     - ¿Y no ha pensado usted que ni asesinándolo ni poniéndolo a morir se puede matar a un hombre? Sólo puede cambiarlo de lugar.

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